Son numerosas las demandas de un padre en su primera sesión con un profesional de la psicología, y la mayoría tienen que ver con el comportamiento de sus hijos. Se trata de padres preocupados, frustrados, saturados o angustiados, por lo general implicados, deseosos de ayudar a sus hijos a estar mejor consigo mismos y con el resto
“Cuando se enfada se pone como loco, no me escucha, no me respeta, grita, insulta, no obedece, se desespera, me pega…” y podríamos continuar con un largo listado de quejas, muchas veces –la gran mayoría- razonables. Hay muchísimos modos de trabajar la conducta con estos niños, buscar las causas, y sus beneficios –porque recordemos que un acto no se mantiene en el tiempo si no existen beneficios-, ofrecer alternativas más saludables, reforzar las conductas deseadas… Acudimos al psicólogo buscando soluciones, porque evidentemente queremos lo mejor para nuestros hijos. Sin embargo, debemos ser conscientes y no olvidar que los padres jugamos un papel muy importante en su modulación conductual, ya que somos los grandes referentes de nuestros niños. Su modelo, su ejemplo, la base de su aprendizaje. Probablemente, si nos ponemos a reflexionar de un modo abierto sobre nuestros propios actos y reacciones, evitando la autorecriminación, no tardaremos en detectar algunas similitudes entre sus comportamientos y los nuestros.
Son conductas repetitivas y automáticas, muchas veces ni siquiera reparamos en ellas hasta que han sucedido y con frecuencia traen consigo sentimientos desagradables, remordimientos, tristeza, culpa… y más frustración. Y a ellos, a nuestros niños, les ocurre también.
Modular un patrón de conducta es complicado, porque hemos carecido de modelos alternativos. Nadie nos ha enseñado a regular nuestro comportamiento de un modo distinto. No somos culpables de no haber aprendido a afrontar ciertas situaciones de otra forma, y consecuentemente tampoco ellos. Pero aquí es donde nos encontramos. Y como padres implicados y responsables, tenemos la oportunidad de romper este círculo vicioso que se crea con tanta facilidad. De nada sirve la culpa o la negación. La disposición hacia el cambio, sin embargo, lo es todo. Hacerlo –cambiar- requiere anticipar las situaciones conflictivas, elaborar un plan de acción alternativo, reflexionar sobre nuestros actos, y equivocarnos y equivocarnos hasta la saciedad… asumiendo que habrá días mejores y peores, buscando el soporte de un profesional que nos ayude a no perder de vista la consecución del objetivo final.
En cualquier caso, el primer paso es el más determinante: en el momento en que nos damos cuenta de que no sólo nos parecemos físicamente, sino también conductualmente, nos volvemos más capaces. Capaces de entender que, algunas veces, les estamos pidiendo a ellos lo que nosotros a menudo no logramos. Y, especialmente, capaces de mejorar, y ayudarles a mejorar.
Con todo esto, hay que recalcar que el ejemplo no lo es todo, ni mucho menos. Hay infinidad de factores que pueden influir y desencadenar una conducta. Pero no deja de ser una gran ayuda que, además, está exclusivamente en nuestras manos. Este puede ser nuestro gran granito de arena: aprender y practicar nuevas formas. Reflexionar sobre nuestras acciones y nuestros objetivos. Ayudarles nosotros, los adultos, a aprender a regularse de una forma saludable, aportándoles un modelo que les favorezca. Hacer que aprendan de nosotros también a gestionar de un modo funcional situaciones tensas y complicadas, que seguro en el futuro agradecerán. Ofrecerles un ejemplo de respeto, contención e inhibición consciente. Desechar los gritos, aunque estemos enfadados. Brindar palabras y miradas amables –dialogar- aunque estemos estresados. Dedicarles tiempo y tranquilidad, aunque estemos cansados. Meditar cómo comportarnos de acuerdo con lo que queramos despertar e instaurar en ellos. Y, sobre todo, antes de actuar, pensar; aunque sea más fácil dejarnos llevar por lo que sintamos.
Mireia Valera
Dirección
Psicología General Sanitaria
Esp. Psicopatología Clínica y Terapia Contextual
Num. Col. 22209